La soledad
A decir verdad, desde que nací hasta que salí en abril
de 1979 de Cuba, mi patria de origen, nunca oí a nadie quejarse de sentirse
solo. Pensarán que estoy diciendo una tontería, pero quiero que me crean, no
tengo por qué mentirles: la soledad se me hizo patente cuando viviendo ya en
este país le oi decir a un amigo que se sentía muy solo.
Sin duda, bebía para alejar esa soledad de su
espíritu, para divagar y levantar el ánimo y quizás sentirse un poco feliz con
la sangre alborotada por el alcohol. Lo terrible era saber que no podíamos hacer
nada para remediar su soledad, porque la pena iba por dentro, ese espíritu de
soledad que lo acompañaba lo mortificaría siempre, a menos que él encontrase la
razón de vivir en Dios.
Un día se volvió a casar, para asegurarse de que
tendría compañía en la vejez, pero no tardó mucho en divorciarse por
incompatibilidad de caracteres. Y luego, al cabo de un año contrajo de nuevo
matrimonio, esta vez con una señora colombiana con la que parecía sentirse a
gusto. Hasta su muerte, ocurrida en enero de 1995 a consecuencias de un ataque
al corazón, no dejó nunca de sentirse solo. Y es óbvia la razón: nunca buscó ni
encontró a Dios.
Belkis Cuza Malé

En realidad lo estaba. Pasaba de los sesenta, vivía
solo en un pequeño apartamento en el ático de una antigua casa de madera en la
ciudad de Elizabeth, New Jersey, y su hija, aunque residía también en la ciudad,
no estaba con él. Nuestro amigo era un lector empedernido, y también un fumador
de esos que se rodean de una nube de humo el santo día. Los sábados, Alberto,
que así se llamaba él, tomaba temprano el tren para venir a visitarnos. Ese
trayecto de una hora, que lo llevaba hasta Princeton,
donde residíamos entonces, y que mi esposo lo esperara en la estación, eran para
él su única alegría. Estaba en casa hasta el domingo, y durante todo ese tiempo
no cesaba yo de leerle en voz alta mis artículos o cualquier capítulo de esos
libros que entonces estaban en proceso de escritura y que él degustaba con
verdadero placer. Eso, entre descansos concedidos para yo preparar la comida, y
que él aprovechaba para tomarse sus copas de vino, y fumarse sus incansables
cigarrillos (gracias a Dios, en el jardín o en el patio).
Fue a él a quien primero oí hablar de la soledad que
padecía: "Tú no sabes lo que es levantarse solo, comer solo, e irse a dormir
solo", decía mientras ponía cara triste.
Hasta entonces, pensaba que Alberto se sentía
realizado, y el hombre más feliz de la tierra, porque aunque viudo hacía años,
necesitaba de esa soledad para leer todo lo que leía, para fumarse sus
cigarrillos y beberse sus vasos de vino. ¿Cómo y por qué sentirse solo si tenía
relativamente cerca a su hija y a su nieto, si nos tenía a nosotros, sus amigos
de toda una vida, con los que podía compartir alegrías y penas?

Pero nuestro amigo era una de esas personas que dudan
de todo lo que no pueden ver con sus ojos físicos. Para él Dios castigaba, si
existia, y por eso su esposa había muerto relativamente joven, decía, y lo
estaba castigando a él porque había tenido que dejar su isla preciosa para vivir
encaramado en un ático, en una ciudad industrial, fría y monótona, con gentes
que hablaban una lengua que él apenas si entendía.

Sé que algunos de los que me leen van a contradecirme,
van a responder que creen en Dios, asisten los domingos a la iglesia, pero
continúan sintiéndose solos. Hombres y mujeres. Y no lo dudo, sencillamente
creen en un dios habitando muy lejos, en el cielo, sólo eso, muy apartado de
todos nosotros. Un dios que castiga y no hace caso de nuestras súplicas. !Qué
equivocados!
Ese dios no es el mismo que está dentro de cada uno de
nosotros, ése es un dios inerte, de fotografía. Dios, bien dice el Evangelio de
San Juan 1:4: "En él estaba la vida, y la vida era la luz de los
hombres".
Sí, en Dios está la vida, es decir, todo: nuestra
misión y nuestra sabiduría para encontrar la razón de nuestra existencia.
Caemos en el vacío existencial cuando opacamos a Dios, cuando olvidamos que éste
envió a su hijo, que se hizo carne en Jesús, para redimirnos del pecado y de la
muerte. Y que nacimos con él de nuevo cuando él resucitó. Jesús es nuestro Salvador y no habrá aspereza de este mundo, ni dolor, ni
pena, ni soledad que no se pueda vencer con él.
La soledad de nuestro amigo Alberto hubiera tenido fin
sólo con buscar a Dios, con encontrar a Jesús y hacer suyos los versos que nos
recuerdan que con Cristo todo lo podemos, pues nos fortalece.
Estamos ya acercándonos a la Navidad, y para algunos es
tiempo no de regocijo, sino de tristeza y de soledad. Si Cristo no está
presente en sus vidas, poco podrán hacer el dinero, las fiestas, la familia, el
intercambio de regalos, las luces de los arbolitos y el tintineo de campanas.
Así sean ricos o pobres, les faltará lo esencial: la fe en Dios, el reconocer
que con su fuerza poderosa y sus bendiciones, no hay soledad posible.
Si ese es su caso, amigo lector, dejé que Dios, como
dice el Profeta Isaías anunciando la llegada del Mesías, ponga su Espíritu sobre
usted. Abandone ese espíritu de egoismo que lo hace sentirse solo. No viva para
regodearse en su tristeza, pregúntese quién lo necesita, quién necesita que
usted le dé una mano. Haga que Jesús esté más vivo que nunca dentro de usted.
Recuerde que Dios es amor. Reparta amor.
Muchas bendiciones, en el nombre de
Jesús.
Nota: Si necesitan ayuda con sus
problemas, si están deprimidos, faltos de amor, solos, sin trabajo y esperanza, por favor,
comuníquense conmigo a cualquier hora al (786)
975-5709 y oraré con ustedes. Y les daré Palabra de
Profecía. O enviénme un mensaje a BelkisBell@Aol.com. Con
Dios todo es posible.
Les invito a que me visiten en
mi blog: http://www.belkiscentrodeesperanza.blogspot.com