lunes, 23 de abril de 2012


Un paisaje que transforma el alma

Belkis Cuza Malé
        Mi madre pudo ser una pintora y lo demuestra ese cuadro que teníamos en casa cuando yo era niña: un gato precioso, blanco y negro, con algo de color al fondo, pintado con mucha gracia.  Pero cuando nos mudamos de la ciudad de Guantánamo a Santiago de Cuba el cuadro desapareció de las paredes de nuestro nuevo hogar, lo mismo que aquel paisaje de montañas nevadas, llenas de luz y vegetación junto a un riachuelo que cruzaba a todo lo largo. Sencillamente impresionante. Y yo, que entonces no contaba más que diez u once años solía contemplarlo con tanta intensidad, que era como si me metiese dentro del paisaje, imaginando aventuras sólo posibles en los libros. Por esa época yo todavía no leía libros, no los había en casa, salvo uno de historias bíblicas que mi madre conservaba de sus años de alumna del colegio teresiano. Ese libro y el cuadro del gato, porque lo había pintado siendo casi una niña allí en el colegio. 
    Pues bien, aquel paisaje, que colgaba al descuido en la pared, sin guardar las proporciones  lógicas del diseño, sino en un clavo cualquiera que de seguro estuvo ahí siempre antes de que nos mudásemos a esa casa, fue para mí como una iluminación espiritual.  Las montañas, el cielo, el agua del riachuelo, la nieve, la vegetación aledaña, despertaban en mí sensaciones de vidas pasadas o futuras que correspondían quizás a otras dimensiones. Porque ahora sabemos que además de esta dimensión donde habitamos en este presente eterno existen otras, según nos asegura el científico Einstein.
    Pero sólo quiero comentarles la influencia que esa lámina (porque se  trataba de una lámina, o print, no de una pintura original) tenía sobre mí, sobre mis estados de ánimo. A través de ese paisaje yo canalizaba mil y una inquietudes que me acosaban.  Y ese cuadro era como un paisaje mágico que me hacía soñar con mundos distintos.  Y a la vez me colocaba frente a un mundo desolado, sin seres humanos, ni animales. Sólo paisaje.
    ¿A dónde iba yo por esas montañas, luego de atravesar el riachuelo? ¿Qué había detrás de esas montañas desoladas y frías? ¿Ciudades, gentes, jungla o qué? Sigo pensando que eran impresionantes, que no pertenecían a este mundo, porque aquella luz que las asolaba era también de naturaleza extraña.
        No sé si se han dado cuenta de lo que quiero decir: que podemos vivir y crear la vida dentro del paisaje de una lámina como aquella. Los que se ocupaban hace décadas de decorar las grandes casas, los palacios, sabían de antemano la importancia del mensaje de un cuadro, y sabían también que no debían colgar nada negativo en las paredes.  Hoy el arte ha dejado de cumplir esa función y es cualquier cosa menos "saludable", y en las paredes descansan todo tipo de imágenes realmente deprimentes o con mensajes "subliminales" (de esos que no se ven a simple vista, pero que afectan la mente) nada alegres.
        Hace años, por esas cosas misteriosas de la vida, volví a ver el paisaje de mi infancia. Estaba colgado en la pared de una tienda de antiguedades de la calle Main de Fort Worth. Me quedé sin habla, estupefacta. No podía creerlo, y hasta me imaginaba que podría ser el mismo que colgaba de la pared de mi casa allá en Guantánamo. 
    !Qué imaginación la mía!  Eso no era posible. De seguro existen en el mundo, o al menos en este país, un buen número de esas láminas, típicas del decorado de los años cincuenta. Pero les confieso que no pude evitar la sensación de que
 el paisaje me habia seguido a mí, como nos creemos que hace la luna cuando caminamos bajo ella.
    Esta semana ha muerto en San Francisco, un paisajista único, un maestro de la luz, como le llamaban: Thomas KInkade.  Tenía sólo 54 años y era cristiano, y había incorporado su fe a lo que pintaba. Paisajes de luz y sombra, casitas junto a los riachuelos, iglesias fantasmales y bellas, montañas, ciudades de los cincuenta, casas de los suburbios arrullados por la paz y la armonía de esas décadas. 
     Estoy por creer que a Kinkade lo alimentó de niño el mismo paisaje que a mí, el de esa lámina. Sus pinturas son como el cuadro de mi infancia, no me cabe dudas. Pero en Kinkade la luz preside todo el entorno y nos quedamos como sonnolientos porque es casi una luz sideral, de esas que sólo produce la intensidad de las estrellas, y tamiza la luna. En los paisajes de Kinkade tampoco aparecen personas ni animales. Una soledad pasmosa que nos hace imaginar que detrás de las puertas de esas casitas y esas iglesias está escondida la felicidad.
    Ustedes búsquenlo, busquen los paisajes de Kinkade y díganme si no tengo razón, si este pintor no les transforma el alma, sólo con contemplar sus cuadros.
Nota:  Les invito a que me comenten este artículo y me llamen para compartir sus emociones, problemas y sufrimientos. Oraré por ustedes, y si lo desean les hablaré las palabras proféticas que tenga para cada uno.  Dios los ama, recuerden.
Llámeme a cualquier hora al (786) 975-5709.   O escríbanme a BelkisBell@Aol.com.   Gracias y bendiciones.

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