sábado, 10 de julio de 2010


La gracia de Dios

Belkis Cuza Malé

Mi tía abuela Paquita lo sabía. Era una mujer que vivió siempre de un modo especial. A los cuarenta había dejado de mestruar y nunca pudo tener hijos. Pero no hizo de esto una tragedia, ni nunca la oí quejarse, por lo contrario, tenía siempre la casa llena de sobrinos, uno de ellos, mi padre.
Paquita era gruesa, de seguro por problermas hormonales, no porque comiese en exceso, aunque cocinaba como lo harían los ángeles si fuesen
chefs. Ordenada y limpia, tenía la costumbre de mantener siempre un almanaque cerca de la cocina y día tras día marcaba con una cruz el que estaba viviendo. Solía cultivar sus propias verduras en el patio, y hasta sembraba apio. Nadie como ella para hacer dulces, especialmente el dulce de toronja. Y hay que tener mucha paciencia para este dulce, pero a mi tía Paquita le gustaba tomarse el tiempo para hacer sus cosas. Nada de precipitaciones.
En la parte interior de la puerta de la sala colgaba como un trofeo la oración del Cristo del Buen Viaje, pero nunca le vi realizar viaje alguno. Desde la humilde casa de Guantánamo, que heredó de sus padres, hasta la más humilde aún que compró en La Habana, tras la venta de la otra -- las dos únicas casas de mi tía Paquita (de seguro las únicas en que vivió toda su vida)--, compartían su entusiasmo por el orden y la sencillez. El centro de la casa no era la sala, sino por el contrario la cocina, que se extendía hacia un comedor humanizado por su dedicación a todo lo que hacía, presidido por el antiguo y siempre eterno Frigidaire, color verde, que habían comprado hacia al menos entonces veinte años.
Cuando a finales de 1965, si mal no recuerdo, murió Faustino, su esposo, su vida no cambió en nada. Seguía siendo la misma, aunque ahora viuda y sola, lo que no fue pretexto para dejar de hacer lo que hacía siempre: ser la reina de la cocina y los postres, sobre todo, los postres en almibar. No sé cómo se las arreglaba para tener aquellos mantelitos y servilletas de hilo repujado, siempre blancos como coco, almidonados y planchados, y las cacerolas brillantes.
¿Y saben por qué se mantenía tan calmada y era su hogar refugio de la luz que entraba a borbortones por las ventanas? Pues sencillamente porque ella estaba dotada en abundacia de la gracia de Dios. Es decir, poseía una virtud especial que hacía que todo estuviese en su lugar y que las cosas las realizase poniendo en cada una de ellas su alma. Lo mismo que para sembrar tomates en su patio, que para hacer un dulce de coco. Mi tía Paquita conocía la máxima de la vida sencilla, la virtud que todo lo transforma: el amor a lo que se hace.
Si no pongo amor en cocinar una cacerola con arroz blanco, o en lavar un inodoro, o en sacudir una ventana, de seguro no sólo habré perdido preciadas energías, sino que habré dejado de disfrutar de esa parte sensible de la vida que es el hacer cosas para uno mismo y para los demás.
La vida es una cosecha de pequeñas cosas, de hábitos delicados y llenos de amor.
Sí, ésa es la palabra clave: Amor. Los niños ponen pasión y amor en sus juegos, por eso disfrutan con intensidad cualquier actividad, por eso pueden ser sinceros.
Está de moda tirar la casa por la ventana, como se dice, a la hora del matrimonio o de la fiesta de la quinceañera, pero la verdadera felicidad consiste en disfrutar de lo imperecedero, lo que no tiene precio: el amor, razón de cada celebración.
Eso lo sabía mi tía abuela Paquita: la gracia de Dios no la venden en Wallgreen, ni en ningún sitio. Tenemos que amasarla nosotros con nuestras propias manos, como esas tortillas caseras de los hogares mexicanos, o los tamales navideños en los que suele ponerse el corazón.

Nota: Lo ayudo con sus problemas de Amor, Salud y Prosperidad. Para solicitar una consulta conmigo puede llamarme al (786) 975-5709 o escribirme a BelkisBell@Aol.com. Mis consultas son gratis para aquellos que no tengan trabajo y estén pasando por una crisis económica. Esa es mi caridad para todos ellos.

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