Escuela del Hogar para aprender a orar, cocinar y ser feliz
Belkis Cuza Malé
Una de las cosas que desde niña más me atraía de Estados Unidos era el diseño interior de sus casas, los céspedes siempre bien mantenidos, el ambiente hogareño que reinaba en los suburbios, esos barrios no lejos de los centros de las ciudades, llenos -- allá por los años cincuenta, sesenta--, de casitas primorosas, donde todo contribuía a la idea de la felicidad.
A tal punto me sentía identificada con ese mundo, que mi padre solía traerme revistas de decoración interior que compraba para mí en la Base Naval de Guantánamo, donde él trabajaba desde antes de mi nacimiento. Eran los años de la postguerra, y la vida parecía haber recuperado su compás, y hombres y mujeres se sanaban de la gran tragedia que fue para todos la Segunda Guerra Mundial. Había sed por volver a la familia, por criar a los hijos, por volcarse sobre una vida que poco a poco debería ser la de antes, al Estados Unidos del comfort: lavadoras de ropa,
de platos, secadoras, estufas, refrigeradores, automóviles que se cambiaban año tras año. Los norteamericanos de clase media vivían mejor que muchos ricos de América Latina. Y me refiero, claro, al sistema de organización que reinaba en todos los hogares, en los pequeños y en los grandes, en sus ciudades
y campos. Porque los norteamericanos (los americanos y los canadienses) tenían un sentido de hogar muy especial donde solía reinar la madre, es decir, el ama de casa. Sobre la figura de la mujer se había fundado el hogar y era de ella la gran responsabilidad de que imperara no sólo el orden y la limpieza, sino la belleza. Y las revistas de entonces de decoración interior reflejaban ese mundo: sereno, lleno de respeto y mucha paz, donde por lo regular no faltaba Dios, ni la visita a la iglesia los domingos, ni la celebración en familia de cumpleaños, bodas, bautizos y también funerales.
El hogar era el castillo interior donde se refugiaba la familia, y donde el padre y la madre se sentían responsables de la educación de sus hijos, y no sólo la educación escolar, sino la formal: las buenas maneras, la decencia, los valores morales, el respeto a los demás. ¿Que estoy idealizando una época? No, así era entonces en este país, y aunque no voy a tapar el sol con un dedo y a negar que existía el racismo, mayormente en ciertas partes del país, el ritmo de vida de entonces, para pobres y ricos, distaba mucho de lo que vemos hoy: violencia, drogas, asesinos en serie. Y por supuesto, menos divorcios, menos madres solteras, menos jovencitas convertidas a destiempo en madres y sin pareja. Y, claro, existía eso que ya hemos tirado por la borda: la pureza, la conservación de la virginidad en las mujeres, el pudor, el respeto a una institución que hoy día está en pura decadencia: el matrimonio. Hablar de sexo era entonces una grosería, y todavía nadie había descubierto
que había nacido con el sexo equivocado. La sexualidad de cada quien era un tema tabú, que se consideraba asunto muy privado.
Incluso hablar de enfermedades, política o temas escabrosos a la mesa estaba prohibido por las reglas de urbanidad. Porque la hora de la comida era sagrada, y estaba siempre presidida por el padre.
Lo que ha cambiado, para mal, es la desintegración del hogar, la falta de valores esenciales, la muerte espiritual del ama de casa, y la promoción del mal gusto y la grosería, que se instauran
noche a noche en las salas de estar de los hogares de ahora, a través de ese aparato infernal que se llama televisión. Cuando la encendemos, el aire pestilente del mundo entra en el hogar y termina por enfermar a niños y mayores. Lo que vemos es la decadencia absoluta. La violencia de los más fuertes, de los asesinos sueltos en cualquier calle o rincón del mundo. Todo esto aparejado con la ausencia de la madre --y del padre—
del hogar, con la idea de que debemos sostener dos trabajos para prosperar, de que debemos estar más de 12 y 14 horas al día trabajando como bueyes para saciar unas necesidades inventadas mayormente por la publicidad.
Hasta finales de los sesenta existieron en Cuba las escuelas de Maestras Hogaristas, donde las mujeres aprendían a gobernar y organizar ese castillo interior de que les hablo, donde habita la familia. Yo soñaba con inscribirme en esa Escuela y aprender la magia de cómo llevar un hogar, cómo embellecerlo, cómo aprender a hacer los postres más exquisitos y también cómo garantizar el éxito financiero de la familia. Nunca, sin embargo, lo hice y preferí escoger mi vocación de escritora y periodista, sin dejar de añorar siempre el ser la mujer del hermoso delantal que aparece en una de esas revistas que mi padre solía comprar para mí.
Cuando reclamemos nuestro derecho a la vuelta al hogar (sin dejar de ser princesas, ejecutivas, maestras, periodistas, ingenieras o astronautas) habremos comenzado a crea un mundo distinto, cuyos cimientos serán tan fuertes como esos de que habla Mateo 7:24: “ Descendió lluvia y vinieron ríos, y soplaron vientos, y golpearon contra aquella casa, y no cayó porque estaba fundada sobre la roca”.
Nota: Les invito a que me comenten este artículo y me llamen para compartir sus emociones, problemas y sufrimientos. Oraré por ustedes, y si lo desean les hablaré las palabras proféticas que tenga para cada uno. Dios los ama, recuerden.