domingo, 18 de septiembre de 2011

Escuela del Hogar para aprender a orar, cocinar y ser feliz

Belkis Cuza Malé

Una de las cosas que desde niña más me atraía de Estados Unidos era el diseño interior de sus casas, los céspedes siempre bien mantenidos, el ambiente hogareño que reinaba en los suburbios, esos barrios no lejos de los centros de las ciudades, llenos -- allá por los años cincuenta, sesenta--, de casitas primorosas, donde todo contribuía a la idea de la felicidad.

A tal punto me sentía identificada con ese mundo, que mi padre solía traerme revistas de decoración interior que compraba para mí en la Base Naval de Guantánamo, donde él trabajaba desde antes de mi nacimiento. Eran los años de la postguerra, y la vida parecía haber recuperado su compás, y hombres y mujeres se sanaban de la gran tragedia que fue para todos la Segunda Guerra Mundial. Había sed por volver a la familia, por criar a los hijos, por volcarse sobre una vida que poco a poco debería ser la de antes, al Estados Unidos del comfort: lavadoras de ropa,

de platos, secadoras, estufas, refrigeradores, automóviles que se cambiaban año tras año. Los norteamericanos de clase media vivían mejor que muchos ricos de América Latina. Y me refiero, claro, al sistema de organización que reinaba en todos los hogares, en los pequeños y en los grandes, en sus ciudades

y campos. Porque los norteamericanos (los americanos y los canadienses) tenían un sentido de hogar muy especial donde solía reinar la madre, es decir, el ama de casa. Sobre la figura de la mujer se había fundado el hogar y era de ella la gran responsabilidad de que imperara no sólo el orden y la limpieza, sino la belleza. Y las revistas de entonces de decoración interior reflejaban ese mundo: sereno, lleno de respeto y mucha paz, donde por lo regular no faltaba Dios, ni la visita a la iglesia los domingos, ni la celebración en familia de cumpleaños, bodas, bautizos y también funerales.

El hogar era el castillo interior donde se refugiaba la familia, y donde el padre y la madre se sentían responsables de la educación de sus hijos, y no sólo la educación escolar, sino la formal: las buenas maneras, la decencia, los valores morales, el respeto a los demás. ¿Que estoy idealizando una época? No, así era entonces en este país, y aunque no voy a tapar el sol con un dedo y a negar que existía el racismo, mayormente en ciertas partes del país, el ritmo de vida de entonces, para pobres y ricos, distaba mucho de lo que vemos hoy: violencia, drogas, asesinos en serie. Y por supuesto, menos divorcios, menos madres solteras, menos jovencitas convertidas a destiempo en madres y sin pareja. Y, claro, existía eso que ya hemos tirado por la borda: la pureza, la conservación de la virginidad en las mujeres, el pudor, el respeto a una institución que hoy día está en pura decadencia: el matrimonio. Hablar de sexo era entonces una grosería, y todavía nadie había descubierto

que había nacido con el sexo equivocado. La sexualidad de cada quien era un tema tabú, que se consideraba asunto muy privado.

Incluso hablar de enfermedades, política o temas escabrosos a la mesa estaba prohibido por las reglas de urbanidad. Porque la hora de la comida era sagrada, y estaba siempre presidida por el padre.

Lo que ha cambiado, para mal, es la desintegración del hogar, la falta de valores esenciales, la muerte espiritual del ama de casa, y la promoción del mal gusto y la grosería, que se instauran

noche a noche en las salas de estar de los hogares de ahora, a través de ese aparato infernal que se llama televisión. Cuando la encendemos, el aire pestilente del mundo entra en el hogar y termina por enfermar a niños y mayores. Lo que vemos es la decadencia absoluta. La violencia de los más fuertes, de los asesinos sueltos en cualquier calle o rincón del mundo. Todo esto aparejado con la ausencia de la madre --y del padre—

del hogar, con la idea de que debemos sostener dos trabajos para prosperar, de que debemos estar más de 12 y 14 horas al día trabajando como bueyes para saciar unas necesidades inventadas mayormente por la publicidad.

Hasta finales de los sesenta existieron en Cuba las escuelas de Maestras Hogaristas, donde las mujeres aprendían a gobernar y organizar ese castillo interior de que les hablo, donde habita la familia. Yo soñaba con inscribirme en esa Escuela y aprender la magia de cómo llevar un hogar, cómo embellecerlo, cómo aprender a hacer los postres más exquisitos y también cómo garantizar el éxito financiero de la familia. Nunca, sin embargo, lo hice y preferí escoger mi vocación de escritora y periodista, sin dejar de añorar siempre el ser la mujer del hermoso delantal que aparece en una de esas revistas que mi padre solía comprar para mí.

Cuando reclamemos nuestro derecho a la vuelta al hogar (sin dejar de ser princesas, ejecutivas, maestras, periodistas, ingenieras o astronautas) habremos comenzado a crea un mundo distinto, cuyos cimientos serán tan fuertes como esos de que habla Mateo 7:24: “ Descendió lluvia y vinieron ríos, y soplaron vientos, y golpearon contra aquella casa, y no cayó porque estaba fundada sobre la roca”.

Nota: Les invito a que me comenten este artículo y me llamen para compartir sus emociones, problemas y sufrimientos. Oraré por ustedes, y si lo desean les hablaré las palabras proféticas que tenga para cada uno. Dios los ama, recuerden.

Llámeme a cualquier hora al (786) 975-5709. O escríbanme a BelkisBell@Aol.com.


sábado, 10 de septiembre de 2011



!SOÑAR, SOÑAR, SOÑAR CON LA FELICIDAD!!!!!

Belkis Cuza Malé

Mi padre, que era un hombre pesimista, siempre me decía que yo tenía "la cabeza en las nubes". Y de seguro no le faltaba razón. Yo era, y soy, una soñadora. Y soy de las que me visualizo donde quiero estar, y teniendo lo que deseo en la vida para mí y los otros. Soy también, la que no se queda cruzada de brazos y acude a Dios consciente de que en El debo depositar todos mis problemas.
Creo, porque lo he experimentado en carne propia, que Dios no sólo hace milagros extraordinarios, sino los de todos los días, sin que tengan que llamarse como tal cuando por ejemplo resolvemos lo que parecía difícil, debido a las circunstacias. Y es que Dios siempre lo veo todo, lo oye todo y sabe de nuestras necesidades.
De soñadora que soy me sueño visitándolos a ustedes todos, mis queridos lectores, o recibié
ndolos en casa, compartiendo sus alegrías y sus dolores, celebrando sus fiestas de cumpleaños, sus casamientos, el nacimiento de sus hijos o la compra de sus casas. Estoy allí, en cada hogar que ha compartido conmigo durante todos estos años en que los conozco o los intuyo, porque a muchos ni siquiera los he visto nunca en persona. Pero, sin duda, soy un poco parte también de la vida de cada uno de ustedes, mis lectores. Así lo siento.
Si les dijera que sueño con la felicidad de seguro pensarían como mi padre --que tengo la cabeza en las nubes--, que la felicidad no existe, que puede que sea un instante de plenitud, pero nada más.
¿Soy una tonta por soñar con la felicidad? Me gustaría que me acompañasen todos en este sueño, que cada uno de mis lectores pudiera sumarse ahora mismo a esta meta: la meta de alcanzar el sueño de la felicidad.
Los pesimistas dirán, reprochándome, lo que consideran es mi peor defecto: la ingenuidad. Que sino soy millonaria, ni joven, ni famosa, ¿cómo voy a aspirar a la felicidad plena? Porque hay gente que se ha hecho la idea de que sólo las celebridades son

felices, de que sólo teniendo dinero se puede ser feliz. Idea que alimenta el demonio en la mente de los que se dejan captar por él.
El dinero es necesario, porque es una energía de cambio, una energías que fluye. Lo es, y debemos saber que buscando primero el Reino de Dios, todas nuestras necesidades estarán cubiertas y más. Y luego dependerá de que en efecto querramos ser millonarios.
Pues bien, hoy también me voy a proponer llegar a ser millonaria, para ayudar a los que necesiten de mí, para abrir mi Centro de Esperanza, aquí en Fort Worth, y en los sitios que Dios decida. Y ustedes comprobarán (quizás algunos con ojos de asombro) que Dios tiene un plan para mí con ese Centro de Esperanza, y en ese plan están incluidos todos ustedes. Mi Centro de Esperanza les llevará la Palabra de Dios a sus oídos, porque como dice Proverbio 4:24: "Hijo mío, acerca tu oído a mi boca, porque mi Palabra es Medicina y Vida para ti". Qué gran verdad!!! Y quiero que esa Palabra de Dios, y todas sus promesas los alimenten, como la cena de cada día en mi Centro de Esperanza, donde sólo habrá amor y amor para todo el que desee visitarme.
Y como les decía más arriba, la felicidad es mi meta, y quiero compartirla con ustedes, y que también aspiren a ella. Pero primero volvamos a Dios, volvamos a su Palabra, volvamos a sus aleluyas, y a los cánticos de alabanza al Señor. Tomemos a Jesucristo de la mano. Preparémosnos para esa felicidad que ya va llegando, sí, y que con Fe, como un grano de mostaza, va
creciendo en nuestro corazón y nos hace ser y sentirnos buenos, nobles, llenos de amor por todos y todo lo que ha creado Dios para nuestro regocijo. Acérquense, acérquense a este Centro de Esperanza que ya he creado en mi mente y en el Internet, y que pronto, si es la voluntad de Dios, será una realidad en el plano material.
Soñar y visualizar es la primera etapa para que el Centro de Esperanza se

convierta en el hogar también de ustedes. Les diré cómo lo veo con mi tercer ojo, el ojo de la mente, el ojo del alma: es un edificio blanco, blanco, con ventanitas y una puerta azul, y delante hay un jardín con un hermoso árbol presidiendo la entrada y muchas flores. Adentro hay salones para orar y cantar al Señor, y libros y cuadros para nutrirnos, y una cocina para elaborar los manjares que serán como el bíblico Maná, que cayó del cielo. Y afuera, al fondo, hay un patio cubierto de fina hierba, y otros árboles, incluso un pecan, y flores también. Y a través de una escalera podemos descender al otro patio, en declive, donde abunda el bambú y otros árboles del Paraíso, y un huerto. La atmósfera será la del Edén, pero sin serpiente. Aquí sólo reinará el Amor y la concordia.
Sé que lo han ido visualizando conmigo en la medida en que leen esto. De modo que me han ayudado ya a creerlo en el plano físico.
Espero pues que me visiten, las puertas del Centro de Esperanza de Belkis estará siempre abierto para ustedes, queridos amigos. Gracias y bendiciones.


Nota: Les invito a que me comenten este artículo y me llamen para compartir sus emociones, problemas y sufrimientos. Oraré por ustedes, y si lo desean les hablaré las palabras proféticas que tenga para cada uno. Dios los ama, recuerden.
Llámeme a cualquier hora al (786) 975-5709. O escríbanme a BelkisBell@Aol.com. Visite también mi página de internet en www.belkiscuzamale.blogspot.com, donde podrán leer todos mis artículos. Gracias y bendiciones.